Ayer iba en el tren mirando por la ventanilla ensimismada. Frente a mí, un señor cincuentón recibe un mensaje. Lo lee, lleva su mano a su frente y profiere un sonido de lamento.
Esto desde el principio me llama potentemente la atención, tanto, que salgo de mi mundo para sumergirme en el suyo.
El hombre usa su celular para hacer una llamada, habla con un tal Lucho con el que, se nota, tiene mucha confianza. El señor le pregunta qué pasó, espera respuesta y dice que está yendo camino al hospital en el tren. Luego da indicaciones médicas, dosis para suministrarle ciertas drogas a un pibe. El tipo en ningún momento abandona ese gesto de pesadumbre. Cuando concluye la parte técnica, le comenta a Lucho con estas mismas palabras “estoy hecho mierda”, "no quiero que se me muera". Le cuenta que está sin comer y sin dormir y que por eso dejó el auto, prefiere no manejar. Hace promesas, “te lo juro por mis hijos que lo vamos a sacar”.
Recibí tremendo sacudón. Hace una semana que estaba enrollada con un tema, preocupada por una boludez como si se acabara el mundo, mientras que el hombre que estaba frente a mí se agarraba la cabeza y cerraba con fuerza sus ojos para no llorar, porque tenía que salvarle la vida a un pibe. Me sentí una idiota, una inútil, tan ‘chiquita’.
“A esta pelea con la muerte la peleamos juntos”, dijo. Y le volvió a pedir que terminaran de preparar todo, que cuando llegara operaba una hora él y otra Lucho, colega que por el transcurso de la charla supe que había sido también su compañero de estudio.
Habló de vocación, pero aunque no lo hubiera hecho se sentía en el aire. Más adelante, supongo que para descontracturar un poco, prometió que si lo sacaba hacía un asado y ‘se pegaba una flor de curda’.
Durante este tiempo no pude impedir que me brotara la emoción y algunas lágrimas. Tenía el prejuicio de creer que los médicos de cierta experiencia ponen el automático y nada los afecta, pero ahí tenía la prueba de mi equivocación.
El hombre, después de cortar la llamada, ejercitó sus dedos y una mueca de dolor lo acompañó en el resto del viaje hasta Once.
Cuando nos paramos para descender, se me escapó un “que le vaya bien, señor”. Él me dio las gracias, pero no lo puedo creer. “Que le vaya bien, señor”… Como si fuera un partido de fútbol. Más estúpida me sentí y me siento. Un hombre estaba preocupado porque tenía que salvarle la vida a un chico y yo tan vacía, tan trivial.
En fin, cuento esto porque pasó un día y aún siento la bofeteada y a su vez orgullo ajeno de que existan individuos así, completamente entregados a una vocación de servicio. Por lo general, acostumbramos tanto a quejarnos del ser humano, hablamos tan mal de la gente, desconfiamos, notamos solamente lo putrefacto en las personas, la inmundicia, las miserias...
Cuando era chica, abstraje de un libro de Dolina una frase que, pese a que puede resultar algo cursi, cada tanto me gusta reivindicar:
“El mundo es una perversa inmensidad hecha de ausencia. Uno no está casi en ninguna parte. Sin embargo, en medio de las infinitas desolaciones hay una buena noticia: el amor.”
2 comentarios:
pero sos pichona, eh
Sí. Me emociono y conmuevo fácilmente, soy optimista, digo pavadas y aún tengo confianza en la humanidad. Claro que soy pichona, pero no es algo que quiera cambiar.
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