Mi oficina se encuentra en el noveno piso de un edificio ubicado en la calle Florida, a pocos metros de Diagonal Norte. Al salir del ascensor, se cruza una puerta y luego se ingresa al salón principal: los escritorios están ordenados en tres hileras, mi oficina está en una esquina, pegada a los ventanales grandes que nos separan de una amplia terraza que suelo recorrer cuando estoy malhumorado y necesito aire fresco.
Hoy a media mañana decidí salir a la terraza. Me apoyé en la baranda y me quedé mirando a la gente que iba y venía por Florida. Sospeché que alguien adentro haría la broma de siempre:
—Ojo que se tira
De repente, una banda que se acababa de instalar en la puerta de edificio comenzó a tocar Libertango. Escuche algunos minutos, y después, sin pensarlo demasiado, decidí bajar.
Tomé el ascensor, llegué la planta baja, salí del edificio y me ubiqué entre las doce o quince personas que se habían detenido a presenciar el show.
Sonaban tan bien! Los músicos parecían estar absolutamente compenetrados con la música, y estando allí parado, escuchándolos, Florida, la gente, y ese murmullo urbano permanente, desaparecieron. Y al mismo tiempo, toda Buenos Aires se hizo presente, emergiendo como un Obelisco gigante desde el centro de la Tierra.
—Qué monstruo este Piazzolla —pensé.
Como en trance, sentí que una nostalgía inexplicable comenzaba a envolverme, como una boa subiendo desde el piso, enrollándose lentamente alrededor de mi cuerpo. Una nostalgia fuerte, densa, que podria llegar a asfixiar.
Hay algo en la música de Astor que me da miedo, que me fascina, que me gusta, que me duele, que me hace mal, que me lleva a otros lugares, que me emociona. Como el amor; o alguna otra droga dura.
1 comentario:
yo no puedo escuchar más piazzolla. me chupa.
aunque esos regalos de la espontaneidad son impagables.
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