El reloj de arena observa el principal mandamiento de todo reloj: mortificar a los hombres. La necesidad de medir el paso del tiempo es otra forma de experimentar el vértigo que produce el alejamiento de los orígenes, como el que sienten los astronautas cuando están lejos de la Tierra, o el de los marineros en altamar. Festejar el cumpleaños es otro acto de superstición que logró sobrevivir a la modernidad sin el amparo de una religión. Se festeja lo que tememos. Las velas que soplamos son los fósforos que vamos quemando y que rehusamos guardar en la cajita. Esa arena que cae en el reloj es el tiempo escurriéndose por nuestras manos. El reloj lastima nuestra alma, clavándole espinas bajo las uñas. Por eso yo tampoco uso reloj, porque medir el paso del tiempo es medir nuestra muerte. Sí, el reloj de arena también cumple con ese cometido. Pero el reloj de arena tiene una virtud, una pequeña e invalorable ventaja sobre sus familiares: su misericordiosa tregua. En algún momento la arena deja de caer, y el tiempo se detiene.
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